Crítica: MYRIAM CAPRILE



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​Con las actuaciones de Germán Weinberg y Daniel Torres dos actores de distinta formación y generación que logran una impecable dupla en el escenario.

Una historia que podría ser común, un triángulo amoroso que queda al descubierto a la muerte de uno de los integrantes… pero con una vuelta de tuerca que sorprende y llama a la reflexión.

Germán Weinberg es David, un hijo a quién le toca deshacer la casa de su padre a su muerte, ya que sus hermanos lo dejaron solo en la labor y así descubre lo inesperado. Una buena actuación, hacen el principal soporte del personaje, que pasa por distintos estados de ánimo y que va del amor hacia el padre al odio más duro por el mismo.

Daniel Torres es Juan, integrante del triángulo amoroso, que irrumpe en la vida de de David de forma inesperada y plantea una serie de dudas sobre la verdad y las mentiras en la vida del joven hijo, abrumado por la pérdida.

Es una búsqueda interior, y también el conocimiento de un hijo hacia su padre, a quién va conociendo poco a poco, tras la muerte de éste, cuestionándose momentos de su infancia y disfrutando de otros recuerdos.
El director Luis Jaunarena realiza una cuidada puesta con movimientos certeros, en un escenario pequeño, que está convertido en el living de una casa, pero que también puede ser polifuncional.

La música de Leirós es soporte para la historias, como la iluminación.
Una obra para ver y reflexionar, sobre los secretos que los padres guardan a sus hijos y lo que éstos pueden significar a la hora de buscar una identidad. Vale la pena que la vea el mayor número de espectadores posibles, porque algo cambiará tras conocerse la historia.